envidiamos, mordiéndonos
los labios por callar, por no querer
que nos sepan iguales,
toda esa larga serie de partuzas
a que vos y los tuyos
se entregan, con la excusa -¡qué envidiable!-,
de leerse y reír?
Lo cierto es que se leen entre ustedes
lo mismo que nosotros,
pero jamás renegarán del dulce
reírse, sin tapujos
y estrepitosamente, de la vida y de
lo horrible que leyó
el último en subir al escenario
-que abajo se prolonga-:
todos la ligan, fiesta
en que el fernet no falta.
Y felices regresan a casita,
reluctantes de cuerpo
y de salud, indómitos y siempre
amantes de la noche,
que es una sola: la de los que brillan,
satisfechos de sí, de su deseo.
Porque también nosotros
nos alabamos mucho, desmañados,
mediante palmaditas en el hombro,
y alentamos al joven
y censuramos todo
apartarse del santo statu quo;
pero nuestros salones
se hastían de rencor y carraspeos,
por más que nos digamos
que esta carrera es cruel, que así es la cosa.
Así, mientras ustedes
colapsan emociones, las exprimen
hasta acabar rosados
-¡qué bien gozadas horas!-,
nosotros, amargor
y servilismo, somos
como el enfermo que declara, ingrato,
estar mal atendido:
ese resentimiento
que Nietzsche despreció. Porque lo cierto,
también aquí, no pasa
por escribir y por leerse, y menos
por el endriago de callar a tiempo,
sino por ser dos modos
opuestos y enemigos: vieja historia.
Córdoba, dic. 2011
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