partido. La avenida
mostraba sólo la ciudad: normal:
autos que pasarían
por la San Juan, y gente
que caminaba, paso
neutro, preciso, diligente, y todos
hacia privadas detenciones. Sólo
una clara pintada,
que la Ceci fichó
como que por instinto. Caminamos
hacia la Plazoleta, hablando poco,
queriendo averiguar
quizá pensando o viendo: ¿dónde estaba
la gente que buscábamos, los bombos
y las pancartas, ese
vaivén en movimiento que, sabía
o recordaba, a veces
era como una fiesta, un renovarse
quizá ilusorio de la voluntad
común? Llegamos, y no están aún.
¿Por dónde se acercaban? Yo me quedo
sentado por ahí -la Ceci vuelve
sobre sus pasos, no
está cansada como yo-, fumando,
mirando un poco, viendo ese calor
de tarde de verano sobre los
pesados movimientos
de esos cuerpos que pasan o que esperan,
que charlan o que callan; y este sitio
ahora es cercanía
posible, y continúan
pasando los vehículos, precisos
y neutros. (La ciudad es una máquina
de tramitar deseos, y la gente
fluye y refluye, diligente, y pocos
se posesionan, aunque más no sea
por un rato, de un poco
ya de las plazas, ya
de eso que llaman Centro, que no es más
que el habitáculo de las decisiones
de Córdoba.) Lejano
de a ratos del lugar,
pero sentado en el
borde caliente de la fuente, de
pronto algo me llega:
desde otra parte, desde la imprevista,
más o menos callada, más o menos
cansada, como yo, pero marchando:
son ellos, los motores
de eso que aún resiste y que me puede:
la voluntad mancomunada de
marcar un no al de arriba
lo más fuerte posible.
Cuando vuelva la Ceci reiremos.
- . - . -
este poema puede ser escuchado cliqueando aquí